Cuando la vida nos quita la anestesia

Vivimos en una era donde todo sucede rápido, donde el silencio incomoda y la pausa parece un lujo. Nos hemos vuelto expertos en mantenernos ocupados: trabajo, redes sociales, comida, alcohol, sexo, espiritualidad vacía, agendas llenas… todas formas de anestesia moderna que nos alejan de ese espacio interior donde habita la verdad.

Y es que, aunque el cuerpo siga funcionando y la mente continúe produciendo, muchas veces lo hacemos con el alma adormecida. Decimos “ya lo superé” mientras por dentro algo sigue supurando. Ponemos tiritas emocionales sobre heridas que necesitan aire y presencia, no distracción. Nos quedamos en relaciones que no nos nutren porque al menos no duelen tanto como estar solos. Nos convencemos de que “no pasa nada”, aunque el cuerpo hable cada vez más fuerte.

Las mil formas de no sentir

Elegimos la anestesia porque el dolor parece insoportable. Nos enseñaron a huir de él, a verlo como un enemigo. Pero la vida tiene una manera sutil —y a veces brutal— de recordarnos que no se sana lo que no se siente, no se libera lo que no se enfrenta, no se transforma lo que se evita.

Mientras más corremos del dolor, más nos persigue: se disfraza de cansancio, de enfermedades, de vacío, de relaciones repetidas, de metas que no llenan. No es castigo, es una llamada. Una invitación a despertar.

 

El acto de sostener el dolor

Sostener el dolor no es rendirse ante el sufrimiento, es un acto de amor profundo hacia uno mismo. Es permitir que lo que dolía se exprese, que las lágrimas que no salieron encuentren su cauce, que el miedo tenga voz. Es mirar de frente lo que evitamos, y en ese gesto, devolvernos la vida.

Porque el dolor no viene a destruirnos, viene a despertarnos. A recordarnos la sensibilidad perdida, la presencia, la verdad. Cuando dejamos de huir, cuando respiramos en medio del temblor, algo dentro se ordena. El alma deja de gritar porque, por fin, la escuchamos.

Despertar duele, pero más duele seguir dormido

Sí, duele. Pero duele más seguir anestesiados, desconectados, ausentes de nosotros mismos. Duele más vivir dormidos que atrevernos a sentir.
La anestesia puede hacernos creer que estamos a salvo, pero lo único que hace es alejarnos de la vida misma.

Así que cuando la vida te quite la anestesia —porque lo hará—, no corras. Respira. Siente y sigue para escuchar lo que te dice.
Ese temblor que nace dentro no es debilidad: es tu alma despertándote.


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